Una sentida evocación -rosarina y canalla- del famoso matador cordobés.
Aldo Pedro Poy cuenta que una de las cosas que más lo asombraban de Kempes era su puntería. “Hacíamos fulbito en la cancha de básquet —ejemplifica— con esos arquitos chiquitos de un metro y medio por setenta centímetros, más o menos, y Mario, pateara desde donde pateara, la metía.” Y Kempes casi nunca la tocaba suave a un rincón. La pelota salía esquinada, es cierto, pero con enorme violencia, rasa habitualmente, rabiosa. Una noche le hizo tres goles a Colón, en cancha de Ñuls. En uno de ellos, recordado aún por los que allí estuvieron, empalmó de volea un centro largo enviado desde la derecha por el Corcho Lamberti. Constantino, arquero de Colón, atinó a agacharse porque si no le arrancaba la cabeza. “Cuando impactó la pelota —cuentan los fanáticos, azorados— se escuchó en toda la cancha un estampido como cuando revienta un petardo.”
con Poy
No me lo puedo imaginar con la camiseta de River, esa que usó para salir campeón en 1981, en aquel equipo liderado por Alfredo Di Stéfano donde también jugaban Fillol, Saporiti, Gallego, Olarticoechea, Tarantini, etcétera. Cierro los ojos y lo veo con la de Central, aquella de franjas finitas, pegada al cuerpo. O con la de la Selección del ’78 o el ’82, en España. Lo había visto por primera vez en Córdoba, creo que jugando para Instituto en un clásico regional contra Belgrano, cuando los equipos cordobeses aún no intervenían en la Primera de la AFA. Debía de ser el año ’72 o ’73, supongo, dado que yo estaba en Córdoba por la revista Hortensia, donde había empezado a publicar. Y me fui al partido (aún no existía, por supuesto, el Chateau Carreras) solo, curioso, porque ya se había comenzado a comentar en Rosario que un tal Mario Kempes podía pasar a Central. El partido fue malo. Recuerdo que el que más me impresionó fue un volante por derecha que parecía flotar sobre el césped, que pasaba entre los cuerpos como un espectro veloz e incorpóreo, que tocaba con precisión e iba a buscar de nuevo y que se llamaba Ardiles. Mario, que tenía aún algo de adolescente inarmónico, no me impresionó demasiado. Entró poco en juego pero, en las contadas oportunidades de gol que tuvo su equipo (dos, a lo sumo), estuvo él. Y en una —tras un par de rebotes en el arquero—, tenaz, emperrado, la empujó adentro y ganó Instituto por 1 a O. Tiempo después, Mario, efectivamente, vino a Central y creo que los hinchas canallas tuvimos la suerte de ver su mejor versión, al menos en el país (dicen que en el Valencia también la rompió), hasta su consagración mundial en el ’78.
con Cruyff
Nenín Risaletto ocupa la platea a la izquierda de la mía en el Gigante, arriba, casi sobre el centro del campo, del lado de Cordiviola. Tal vez el mejor lugar para ver los partidos en esa cancha, ya que allí se está a la sombra, a diferencia del supuestamente preferencial palco de las autoridades, que recibe el castigo del sol directamente en los ojos. Nenín fue jugador de Central durante un tiempo, en un mediocampo netamente italiano junto con Serminatto y la Chancha Mancinelli, y le tocó vivir la experiencia de jugar junto a Mario Kempes. “Era salir a la cancha ganando 1 a O —resume Nenín—. Nosotros simplemente teníamos que cuidar que no nos hicieran un gol, porque en cualquier momento Mario definía.” La misma impresión teníamos los hinchas. Fundamental-mente porque la sensación que transmitía Mario desde el césped era de potencia. Podía ser hábil, podía ser técnicamente dotado, pero lo que más emanaba de él era potencia, fuerza e incluso velocidad, sin ser un velocista. Arrancaba y dejaba un surco, tranqueaba con zancadas largas bien afirmadas sobre los talones y se hacía imparable. Parecía que se entrenaba como esos marines que corren cargando mochilas llenas de cemento, porque los marcadores se le colgaban del cuello, de los hombros, de los brazos, y se los llevaba a todos a la rastra.
Pienso que es una imagen afín a todos los argentinos la de Mario Kempes arrancando como uno de esos autos norteamericanos propulsados a cohetes hacia el área holandesa, con los holandeses agarrándolo del cuello, del pelo, de la cintura, sin poder contenerlo. Un mano a mano de Kempes con un defensor, aislados ambos en un contraataque en las cercanías del área, por ejemplo, difícilmente no terminaba en gol. Y no era solamente por su pura fuerza, ya que no se trataba, para nada, de un mero atropellador torpe o embarullado. Calzaba la pelota en la capellada del botín izquierdo, fingía a veces encarar hacia adentro adelantando apenas los hombros hacia ese perfil, para recomponer luego el rumbo y salir hacia su pierna más hábil, con la pelota pegada al pie. En cuanto conseguía meter el brazo derecho frente al tórax o al abdomen del defensor rival, ya se lo comía. Lo aguantaba con todo el cuerpo para hacerse el medio metro que necesitaba para el disparo y sacudía el zurdazo. Así como hay wc78boxeadores que sacan ventajas por el largo de sus brazos, a mí siempre me asombró Kempes por el alcance de sus piernas, largas, fibrosas, fortísimas, que lo hacían parecer más alto de lo que realmente es. En muchas ocasiones lo vi convertir goles en jugadas donde parecía que la pelota se le había ido larga, que le había quedado demasiado adelante como para pegarle. Apurado a veces, empujado, retenido por esos mismos defensores que se le colgaban del cuerpo, uno veía que se le iba el balón y pensaba “iQué lástima, se le adelantó!”. Y ahí, ahí mismo, sacaba un latigazo impresionante y la clavaba, sin necesidad de tirarse al suelo o de barrer como un defensor. Y la calzaba neta, exacta, resonante, cuando uno suponía que apenas la iba a pellizcar con la punta del botín, o que de casualidad llegaría a rozarla con la suela del zapato, con los tapones. No era un zurdo cerrado, tampoco, y le daba de derecha con certeza y violencia. De esos jugadores que, apenas invaden una zona distante treinta metros del arco, ya son un peligro, desde cualquier ángulo y desde cualquier posición. Para completar el cuadro de un goleador serial, también cabeceaba como los mejores.
con diego
Sorprende a veces su falta de memoria, su casi indiferencia ante algún hincha memorioso que le recuerda tal o cual conquista, tal o cual logro. No es fácil conciliar su placidez y calma provinciana con esa furia desatada, esa determinación prepotente que le atacaba en pos de la pelota cuando presentía el gol; cuando, como los tiburones, olfateaba la sangre. Tal vez esa amnesia, esa lejanía, sea una consecuencia lógica de aquel que ha vivido siempre en contacto con el gol, como una consecuencia natural de su trabajo, como un rasgo físico que lo acompaña igual que ese perfil de hacha con la sempiterna melena larga, los ojos chiquitos que parecen estar permanentemente mirando de soslayo bajo las cejas cortadas a pico, la nariz aguileña y la mandíbula maciza con sombra de barba. Siempre el gol, con cualquier camiseta y en cualquier latitud del planeta adonde concurrió cuantas veces lo convocaron. Estando en Viena un domingo a la tarde, aburrido como pueden ser los domingos a la tarde en Viena, prendí el televisor del hotel y lo reconocí a Mario, ya en el camino de regreso de su larga carrera, jugando en un equipo impensado y en otro idioma.
en River
Sin embargo, cuando volvió para jugar los partidos amistosos con la Selección Argentina que iba a España ’82, como hincha, lo encontré distinto. Era más jugador de toda la cancha, de equipo, se tiraba atrás y metía cambios de frente milimétricos, ordenaba, pivoteaba, pero había perdido, para mi gusto, el arranque, ese arranque que hacía la diferencia, ese empuje de toro que lo catapultaba hacia adelante en busca de los tres palos y que tanto temían los rivales. Siguió haciendo goles, por supuesto. Erró uno crucial contra Bélgica, que aún me duele, con Argentina perdiendo 1 a O en el partido inaugural del Mundial ’82, en el Camp Nou. Pateó Diego un tiro libre y lo pegó en la redondez interna del travesaño, la pelota picó a un metro de la línea y Mario llegaba, como un tren, con el arquero caído. No sé qué hizo, la pelota lo esperaba flotando, incómoda, a la altura de la cintura. No atinó a tirarse en palomita, la quiso arrastrar con la panza, tal vez no la pudo empujar con el muslo o la rodilla y él, justamente él, que la metía hasta con el culo, vio cómo entre un defensor que llegaba y el arquero que se había reincorporado luego de una serie de rebotes conseguían, milagrosa, agónicamente, alejarla. Yo estaba justo detrás de ese arco y no podía creer que aquello no hubiese terminado en el grito del empate. Pero Mario hizo tantos goles, tantos, que ése, fallido, abortado, es simplemente el impuesto que todo goleador debe pagar por estar allí, en la boca del arco y en la boca de todos.
La foto es un documento. Mario saltando, las medias bajas, el pantaloncito corto, la cara oculta por el pelo largo, por las manos deseperadas de Barisio y también por haberla inclinado para el frentazo. Había llegado el centro pasado del Colorado Vieta, desde la izquierda, y Mario la fue a buscar sobre el segundo palo. Y allí, lo de siempre, el cabezazo abajo, casi entre las manos del arquero, para convertir el gol de River contra Ferro que le daría el Campeonato Nacional del ’81. Para eso, después de todo, lo habían contratado, para contrarrestar la adquisición de Maradona hecha por Boca.
Tal vez Kempes tampoco recuerde aquel gol cuando se lo mencionen. Y posiblemente también haya olvidado aquel otro cabezazo, no hace de esto mucho tiempo, cuando volvió a jugar en cancha del Gigante, ya veterano, en un más que merecido homenaje que le ofreciera Central un verano, en un partido amistoso contra Ñuls. La cancha estaba repleta y Kempes iba a jugar sólo un tiempo, casi a título simbólico. Era el Central de Vitamina Sánchez, Kily González, Petaco Carbonari, por mencionar a algunos. Pero el gol lo convirtió, cosas del destino, otra vez Kempes. “Me pegó en la cabeza”, procuraba explicar luego ante los periodistas, como buscando justificación a esa pelota que, imprevistamente, terminó en el fondo de la red rojinegra tras un centro largo. Dijo que le había pegado en la cabeza. Pero los hinchas de Central, que lo conocemos, no le creímos en absoluto.
*Pubilcado en el libro No te vayas, campeón – Editorial Sudamericana – 2000
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