Mario Alberto Kempes fue el adelantado a su época. Se convirtió en el traspaso más caro entre clubes argentinos y en el líder de la primera Argentina campeona del Mundo. Nunca presumió de eso.
Mario Alberto Kempes cuesta encon trarle su sitio en el olimpo del futbol. Está como en zona de nadie entre los legendarios de este deporte.
Para muchos, su lugar está en un escalón intermedio entre los Pelé, Di Stéfano, Cruyff, Maradona y el resto de grandes de la his toria de este deporte. Su alma gemela en este sentido pu diera ser Eusebio, aunque los acérrimos de Marito, como lo conocían de niño, siempre po drán decir que a diferencia del portugués, su ídolo ganó un mundial. Alguno de sus fanáticos incluso iría más allá y diría que fue Kempes quien hizo ganar a Argentina su pri mer mundial, como Marado na su segundo.
Posiblemente las genera ciones que no lo vieron jugar conozcan a otras leyendas más que a Kempes. Al menos aquellos aficionados que no lo son del Valencia, porque para la mayoría de los va lencianistas no hay otro más grande en la historia que el Matador. Sin embargo, la IF FHS lo catalogó como el sexto mejor futbolista argentino del siglo XX. Quizás ese reco nocimiento menor hacia su figura se deba precisamente a que en Europa solo amó al Valencia, y en el ocaso de su carrera deambuló por Hér cules, First Vienna, Saint Pols ten y Kremser.
Seguramente también pudiera tener algo que ver el hecho de que nunca tuvo el ego que envuelve a los futbolistas en general y a las estrellas, en particular.
César Luis Menotti, el se leccionador de Argentina en 1978, escribía en la biografía de Kempes lo siguiente: “Re cuerdo que en medio de la locura de los festejos me dijo: ‘Gracias por llamarme, César. Esto se lo debo a usted’. No podía creer que él me es tuviera agradecido a mí”.
Otro ejemplo de su forma de ser: el día después de ese agrade cimiento a Menotti, apenas 24 horas después de ser el autor de dos de los tres goles de Argentina a Holanda en el Monumental de Buenos Ai res, Kempes viajaba de re greso hacia su querida Bell Ville, en el coche, con sus padres, como quien vuelve a casa tras haber pasado unas vacaciones en la playa. In cluso a punto estuvo de dar media vuelta y volverse por donde había llegado, y todo por un ataque de timidez que le entró cuando se enteró de que en su localidad natal lo esperaban multitud de veci nos en las calles y un camión de bomberos a la entrada, pa ra pasearlo por la ciudad co mo héroe nacional.
Kempes fue un futbolista que marcó un antes y un des pués en el futbol argentino. Pero su figura también quedó en parte eclipsada porque a la par que su ciclo enfilaba la recta final, emergía con fuer za la de otro compatriota suyo que, en su caso, iría más allá y alteró el orden del futbol mundial: Diego Armando Ma radona. Ambos compartieron vestuario en la selección —Maradona, de hecho, fue uno de los tres últimos des cartes que Menotti hizo de cara al Mundial de 1978, y después coincidieron en el de España de 1982—. Fueron, además, rivales en cinco clásicos entre Boca y River Plate. Aquello sucedió en 1981 y la sola presencia de ambos en el torneo Argentino animó la competición.
Maradona marcó más go les en esos cinco enfrenta mientos que el Matador —cinco por tres—, aunque Kempes ganó un partido más. Entre ambos siempre hubo química. Maradona respetaba la figura de su antecesor, por ser el ídolo de la patria hasta que él llevó a Argentina a ganar el Mundial de México en 1986. Además se entendían en lo personal. Cuenta Kem pes en sus memorias que a los pocos días de haber llegado a Buenos Aires, tras haber fi chado por River luego de su primera etapa en el Valencia, Maradona lo recogió en el hotel donde quedó hospeda do y se los llevó a él y su familia a comer a su casa.
Kempes nació un 15 de julio de 1954. Lo hizo en Bell Ville y su labor durante parte de su vida fue la de hacer goles. Ahora los narra y comenta en la cadena ESPN. Entre medias probó fortuna, sin éxito, como entrenador en parajes tan exóticos como impropios pa ra su personaje como el Pelita Jaya de Yakarta, el Lushnja de Albania, el Mineros de Ve nezuela o los bolivianos del The Strongest y el Blooming. Incluso hizo sus pinitos en el futsala, en el Autocares Luz de Valencia. Pero si por algo será recordado es por lo que hizo con un balón en los pies con el dorsal 10 en la espalda.
Durante 19 años como pro fesional militó en nueve clu bes —tres de Argentina: Cen tral de Córdoba, Rosario Cen tral y River Plate; cinco en Europa: Valencia, Hércules, First Vienna, St. Polsten y Kremser; y uno en Chile: seis meses en el Arturo Vidal de Segunda División, donde col gó definitivamente las bo tas—. En 555 partidos oficiales anotó 307 goles. A ellos hay que sumar los 20 que anotó en los 43 encuentros que disputó durante sus nueve años como internacional de Argentina, llegando a disputar tres mun diales —Alemania 1974, Ar gentina 1978 y España 1982—.
Seis de esos goles con la Albiceleste los celebró en el torneo de 1978, en el que, además de proclamarse Cam peón del Mundo, fue nom brado Mejor Jugador y Bota de Oro. Si en su casa no tiene Kempes un Balón de Oro es porque por aquel entonces France Football solo los en tregaba a los nacidos en Eu ropa. Lo que sí tiene son tres títulos con el Valencia —Copa del Rey, Recopa de Europa y Supercopa de Europa—, dos galardones de máximo golea dor de la liga española —con 24 goles en la 76-77 y 28 en 77-78— y un Campeonato Na cional que se adjudicó en 1981 con el River Plate, que en trenaba Alfredo Di Stéfano, al que ya conocía Kempes de su anterior etapa en el Valencia.
Delantero corpulento
Incluso era propenso a en gordar, por lo que cuidaba, y mucho, su alimentación. Ben dita mano la de su madre, Eglis, con los pucheros, a la que el Valencia se encomendó para que alimentara a su hijo como solo ella sabía hacer durante sus primeros años por Mestalla. La fotografía de Kempes va asociada a su fron dosa melena al viento, mien tras corría cual tren de mer cancías superando a cuantos rivales se le pusieran por de lante. Así marcó uno de sus dos goles contra Holanda en la final del Mundial, cabal gando entre defensas hasta poder rematar a Jongbloed y zafándose casi a empujones de Suurbier y Poortvliet para poder enviar a la red el balón con los tacos. Así anotó tam bién uno de sus dos goles con el Valencia en la final de Copa del Rey de 1979 contra el Real Madrid, en el Manzanares, arrollando a San José y Del Bosque y fusilando a García Ramón.
Incluso era propenso a en gordar, por lo que cuidaba, y mucho, su alimentación. Ben dita mano la de su madre, Eglis, con los pucheros, a la que el Valencia se encomendó para que alimentara a su hijo como solo ella sabía hacer durante sus primeros años por Mestalla. La fotografía de Kempes va asociada a su fron dosa melena al viento, mien tras corría cual tren de mer cancías superando a cuantos rivales se le pusieran por de lante. Así marcó uno de sus dos goles contra Holanda en la final del Mundial, cabal gando entre defensas hasta poder rematar a Jongbloed y zafándose casi a empujones de Suurbier y Poortvliet para poder enviar a la red el balón con los tacos. Así anotó tam bién uno de sus dos goles con el Valencia en la final de Copa del Rey de 1979 contra el Real Madrid, en el Manzanares, arrollando a San José y Del Bosque y fusilando a García Ramón.
Kempes era un futbolista de talento y furia. De potencia y precisión. Pelé lo definió como “un jugador de toda la cancha. Tiene esa increíble energía que lo hace estar de fendiendo en un determinado momento y de pronto colo carse en posición de hacer goles, empujado por su in saciable apetito de red”. Pre cisamente por su mayúscula fuerza trataron de atacarlo. En la prensa de Brasil, en los días previos a la semifinal ante Argentina de 1978, se le llegó a difamar con una nunca de mostrada adicción a los es timulantes. “¿En qué se con vertiría el futbol mundial si de pronto, y a raíz de ese talento, lo acusamos de tomar dro gas?”. Las palabras en defensa suya no son de ningún com patriota. Fueron dichas por el propio Pelé.
Kempes era también un maniático de costumbres. Ri tuales en la preparación de los partidos que fue acumulando con los años y repitiendo una y otra vez. Por ejemplo, el de afeitarse el bigote dos horas antes de cada partido. Todo comenzó cuando en la previa de Argentina frente a Polonia, de la primera fase del Mundial de 1978, tras tres partidos en los que el Matador no había visto puerta, Menotti se acer có y, tras haberle insistido antes el Tolo Gallego y Pas sarella, le dijo: “Mario, aféi tese, a ver si cambia su suer te”. Así lo hizo y así sucedió.
También hay un origen de la cinta adhesiva blanca que siempre se colocaba debajo de la rodilla derecha antes de salir a jugar. Fue en un partido en Mestalla, contra el Rayo Vallecano, de la temporada 1977-1978. Kempes estaba ju gándose el Trofeo Pichichi con Santillana. Ese día notó un pinchazo en la articulación y fue atendido por los doc tores. Como remedio de ur gencia le colocaron una cinta adhesiva blanca.
Volvió al campo y anotó cuatro goles, con lo que superó en la tabla al delantero del Real Madrid.
Marito pudo haber sido carpintero, como su padre, co mo Mario Alberto haber ini ciado su carrera en la base de Newell’s Old Boys, pero se empeñó en ser futbolista, co mo también lo había sido su progenitor, y este se negó a que se fuera tan lejos de Bell Ville cuando era joven y prefirió que probara en el Ins tituto Atlético Central Cór doba, para que al menos pu diera dormir cada noche en casa. Su forma de recalar en el que era su primer club grande también evidencia su perso nalidad. Digamos que fue a pasar una prueba con carta de recomendación. Cuando llegó y el entrenador le preguntó su nombre, respondió: “Mario Aguilera”. “¿Usted no conoce a un tal Kempes, que también viene de Bell Ville y dicen que es muy bueno?”. “No, no lo conozco”. Cinco goles en cua tro partidos le sirvieron para que en una semana firmara su primer contrato.
La rentabilidad que Insti tuto le sacó a su fichaje queda fuera de toda duda, al recor dar que solo una temporada después fue traspasado a Ro sario Central por US$160 mil, convirtiéndose en ese instan te en el traspaso más caro en el mercado argentino y él, con solo 19 años, en el futbolista mejor pagado. Tampoco en Rosario les salió mal el ne gocio. Dos años después, el Valencia abonó US$600 mil y rompió de nuevo los registros de traspasos en Argentina. Los pagó, eso sí, antes del plebiscito para decidir entre todos los socios de Rosario Central si le vendían; mil 199 votaron y 967 aceptaron.
Kempes llegó al Valencia gracias a los recortes de es tadísticas de la Revista Grá fico, que ojeaba cada semana Bernardino Pérez, Pasieguito. Al entonces director depor tivo le llamaron poderosa mente la atención los regis tros goleadores del delantero de Rosario Central. No había como ahora la facilidad de ver futbol a todas horas por la televisión, y Pasieguito se apersonó en Rosario para ver durante dos semanas entrenar y jugar a Kempes, a quien ya por aquel entonces se le co nocía con el apodo del Matador, que le puso el periodista José María Muñoz, durante la narración de un gol suyo a Boca Juniors y que hoy es una marca registrada. So bra decir que Pasieguito no lo pensó dos veces.
Kempes fue, y aún lo es, el futbolista más grande del Va lencia. Su presencia en Mestalla significó para la entidad un salto cualitativo y, sobre todo, su auténtica internacio nalización. El Valencia era desde hacía décadas un club laureado e histórico en Es paña, pero, más allá de que tuviera en sus vitrinas dos Copas de Ferias, gracias a la figura del Matador fue cuan do de verdad abrió fronteras. A fin de cuentas, en el Va lencia jugaba quien en esos instantes era el mejor jugador de futbol del mundo.
Con Kempes, además, ganó el título más prestigioso que tiene el club a nivel conti nental: la Recopa de Europa de 1980. Final en la que, por cierto, demostró su condición de jugador de equipo y pre cisamente a raíz de ese en cuentro arrancó su particular calvario con las lesiones. Por que Kempes no estaba en ple nas condiciones como para participar, tenía la rodilla in flamada y fue duda hasta úl tima hora. De hecho, apenas tocó la bola durante los 90 minutos y la prórroga, y hasta falló su lanzamiento, el pri mero, en la tanda de penaltis. Pero Di Stéfano habló con él antes de la final y le pidió que jugara. Le vino a decir que con solo saber que Kempes estaba enfrente suyo los defensores del Arsenal le prestarían es pecial atención y dejarían li bre de marca a otro com pañero. Y eso hizo todo un campeón del mundo, sacri ficarse por el equipo.
Kempes sirve como para digma de la exigencia de Mes talla, y a la vez de su entrega hacia aquellos futbolistas que dan todo lo que tienen por su Valencia. Como recuerdan los que estuvieron en aquel Tro feo Naranja de 1976, en el que Kempes se presentó en so ciedad: “Si Mestalla se le silbó a Don Mario Alberto Kempes en su primer partido con el Valencia, ¿qué jugador puede pensar que está libre de no ser silbado?”. Porque eso sucedió, sí. Kempes fue silbado apenas aterrizado en España.
Aquella noche el Matador no estuvo precisamente fino contra el CSKA. En realidad fueron unos días estresantes y que tuvieron la guinda con aquel mal partido. Largo viaje desde Argentina a Madrid, del frío invierno al caluroso ve rano con solo bajar de un avión, y hasta un susto se llevó durante la revisión mé dica. En las radiografías apa recieron unas manchas ne gras en el estómago, que fi nalmente resultaron ser per digones que había ingerido en un restaurante de Motilla de Palancar junto a unas sucu lentas codornices en escabeche.
Dicho todo ello, no es de extrañar que ante el CSKA fallara cinco claras ocasiones de gol y hasta lanzara fuera un penalti. Pero tales argumen tos exculpatorios no impidie ron que el presidente Ramos Costa escuchara cómo desde la grada llamaban “burro” al que era su fichaje estrella y que él mismo buscara en el palco a Pasieguito con mirada de ‘¿qué me has traído?’. En tonces el secretario técnico no dijo nada. Hoy bien podría decir que trajo al mejor fut bolista de la historia del Va lencia.
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